Beatus ille
Por: Carlos
J. Gutiérrez
Por lo general pensamos
que las cosas son absolutas. Que permanecen estáticas en el tiempo como si no
se movieran y no se desgastaran, como si fueran algo inmaculado que todo el
mundo considera verdad absoluta y que por tal motivo no se puede desintegrar.
Solemos pensar que la vida solo es válida cuando los momentos que adoramos, las
personas que queremos o las acciones que nos gustan son estatuas perennes como
un árbol que alimenta nuestra vida. Gritamos a los cuatro vientos el gozo de
saber que todo es primaveral, olvidando eso sí, que el ser humano, como sus
acciones, es, en la mayoría de los casos un ser de corto aliento al que se le
acaban las frutas del trópico y, lo que era dulce lo coge de improviso agrio para
volverlo un animal melancólico.
Y esto no es más que un constante
golpe de la naturaleza humana al mismo ser. Es un disparo que nos deja amnésicos
y dormidos por un buen tiempo, nos vuelve ciegos ante la posibilidad de que el
fin se encuentre cerca. Hoy en día, que vivimos un periodo tan oscuro, que
terminamos viendo las señales del apocalipsis por todos lados o confirmamos
nuestra creencia de que los mayas no se habían descachado, sino que sufrían de
dislexia y por eso había escrito 2012, se hace más patente esa melancolía por
darse cuenta que las cosas se van a acabar. Recordamos que nuestra vida en las
calles con todo y tráfico eran agradables, que el estrés del trabajo apabullante
nos mantenía amargados pero vivos o el soportar a lo insoportable nos mantenía
despiertos y con las ganas de levantarnos todos los días de la cama.
Vemos cómo las ironías se
van acumulando en torno a la situación que padecemos. Pero recordemos que no
porque estamos cerca al final de nuestros días la melancolía apareció. No,
porque, tal vez todos nosotros hemos sufrido de esa falta de beatus ille
que nos debería permitir llevar una vida de goce. No estoy hablando de un epicureísmo
alargado donde la cucaña siempre vive presente. No hablo de eso. Hablo de la
falta constante que tenemos de darnos cuenta que a las cosas hay que dejarlas ir
porque simplemente se acabaron y perdieron su gracia, se volvieron aburridas o pasaron
a ser conflictivas. Como individuos que habitamos por un micro instante este
globo terráqueo debemos comprender que las cosas son una rosa caída de su carro
alado, no son eternas, no son perennes, no estamos en la utopía bebiendo
ambrosia y néctar, somo hombres de carne y hueso cuyas acciones son como los
alimentos: se deben consumir para que no se dañen.
Pensemos por un momento
qué pasaría si al no soltar todos los momentos, las personas, los recuerdos,
los objetos y los hechos se fueran acumulando delante, atrás, a un lado o al
otro de nosotros. ¿A dónde iría a parar nuestra mente? ¿Cómo podríamos llevar
nuestra vida? ¿cuál sería el disfrute que tendríamos? No dejar ir las cosas
hace que nosotros como personas nos volvamos esquizofrénicos, paranoicos, soñadores,
obsesivos e incapaces de disfrutas los pequeños momentos de la vida. Así que,
para no alargarnos más, recordemos siempre que todo cuanto nos rodea tiene una
fecha de caducidad, incluso nosotros mismos tenemos esa fecha para esas
personas que creemos que se convertirán en nuestro centro o creemos de las que creemos
nos volveremos su centro. La verdad es que no, y esto no es malo, porque es
mejor haber aprovechado ese corto momento que se vivió a vivir con la angustia constante
de querer mantenerlo atado así se a la fuerza.
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