miércoles, 2 de enero de 2019

UN DÍA AZUL CALUROSO EN BOGOTÁ


UN DÍA AZUL CALUROSO EN BOGOTÁ
Por: Carlos J. Gutiérrez

La ventaja de los 25 de diciembre es que la ciudad parece desocupada. En la mañana, las nueve es la madrugada de cualquier día, es el momento donde los locales están cerrados pues sus dueños están pasando el guayabo navideño de rigor. Bogotá, el veinticinco, es más un pueblo de pocos habitantes y de muchos muertos trasnochados. Lo que no cambia, así sea veinticinco, 1 de enero o semana santa es que le gusta, a medio día, tener el clima de Melgar, Flandes o la Dorada; y a esto, se le suma que a las familias les gusta seguir la tradición del asado en la calle, en la terraza o en el patio; se reúnen en torno de dos o tres que se encargan de asar la carne, el pollo, los chorizo y los chunchullos mientras que pasan el calor exorbitante con el frio de una cerveza. Una fría que haga pasar la sensación de estar ahogándose en ese azul caluroso de la ciudad.

Ese es el panorama que uno ve cuando sale un veinticinco, así como lo hice hace poco para dirigirme de la ochenta a la primera de mayo. Cuando tome el 927 desocupado, el sol estaba en su punto más alto, el cielo estaba azul sin que lo cubriera una nube, y la avenida parecía una planicie sahárica por la que cruzaba uno que otro carro una que otra vez. Se podía caminar por ella sin el peligro de morir atropellado así se quisiera. La calle estrecha que nos lleva a la calle 68 también era un corredor donde solo mi transporte pasaba y al llegar a Vivero, el centro comercial, solo estaba siendo recorrido por alguna que otra alma con batería baja que salió a hacer alguna compra atrasada.

Al tomar la Mutis, esta se transitaba sin necesidad de adelantar al despistado para evitar algo del trancón y tomar rápido la Cali. No, no era necesario eso, se recorría con tranquilidad, como sabiendo que la calle es únicamente de uno, se tomaba la 26 sin ninguna preocupación y seguía así hasta el aeropuerto donde más de un taxi esperaba la salida de pasajeros y turistas que llegan a visitar lo bello de esta ciudad. De ahí la complejidad siguiente era la cien en Fontibón. Pero no esta vez, esta vez era una vía ocupada en las aceras por unos pocos niños con sus juguetes, bicicletas y ropas nuevas. Los asaderos, pollerías y restaurantes se nutren de trasnochados que evadiendo la necesidad de hacer almuerzo ingresan en estos locales para recargarse lo mejor que pueden. Los locales de ropa o de chucherías, que suelen volver un caos la estrechez de la carrera desde la 22 hasta la 17, se encontraban cerrados en su mayoría y los pocos que estaban abiertos se encontraban con un cliente o solo con los empleados que son mortificados por un jefe que los pone a trabajar más de lo útil en un día innecesario.

Y esas calles traen un recuerdo lejano del caos y sensación de fastidio, de abandono de individualidad y espacio personal a cambio de un afán, de una evasión constante de vendedores ambulantes, de locales tetiados de gente hasta tomar la 13 para ver el puente de la Cali que en épocas de trabajo está congestionado entre el polvo, el humo, los carros, los camiones, las mulas, las bicicletas, el olor putrefacto del caño y la carne del matadero. Pero todo eso, en este día caluroso de cielo azul no está, simplemente es un día caluroso y azul por donde el SITP transita libre, solo bajo el yugo de los semáforos que se aceleran a medida que el bus se acelera. La entrada a Valladolid no es un caos por sus calles destapadas, la biblioteca del Tintal está cerrada y su paradero desocupado, el centro comercial poco habitado y la ciclas que por la ciclorruta formaban el trancón más estúpido y estresante se encontraban guardadas en las casas de los empleados que pasan su navidad enguayabados.

Al pasar a Patio Bonito no hay colados, el Transmilenio y sus estaciones no están tetiadas, las puertas no están abiertas y la gente no está acosada por llegar a sus casa. El azul caluroso de Bogotá en un veinticinco no es un estrés constante sino una sensación de cambio y renovación, un mar de asfalto tranquilo que no obedece a su destrucción, la 86 vive lo mismo que la cien en Fontibón, unas aceras poco habitadas. Y luego de ese recorrido, se llega a una casa que, silenciosa, no es más que el resultado de una festividad acabada que tuvo su esplendor muchas horas atrás y que ahora; en sus ollas, su loza sucia, sus botellas vacías, los papeles rotos y árbol apagado no es más que un nuevo recuerdo en la memoria de unos pocos.

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