UN
DÍA AZUL CALUROSO EN BOGOTÁ
Por:
Carlos J. Gutiérrez
La ventaja de los 25 de
diciembre es que la ciudad parece desocupada. En la mañana, las nueve es la
madrugada de cualquier día, es el momento donde los locales están cerrados pues
sus dueños están pasando el guayabo navideño de rigor. Bogotá, el veinticinco,
es más un pueblo de pocos habitantes y de muchos muertos trasnochados. Lo que
no cambia, así sea veinticinco, 1 de enero o semana santa es que le gusta, a
medio día, tener el clima de Melgar, Flandes o la Dorada; y a esto, se le suma
que a las familias les gusta seguir la tradición del asado en la calle, en la
terraza o en el patio; se reúnen en torno de dos o tres que se encargan de asar
la carne, el pollo, los chorizo y los chunchullos mientras que pasan el calor
exorbitante con el frio de una cerveza. Una fría que haga pasar la sensación de
estar ahogándose en ese azul caluroso de la ciudad.
Ese es el panorama que
uno ve cuando sale un veinticinco, así como lo hice hace poco para dirigirme de
la ochenta a la primera de mayo. Cuando tome el 927 desocupado, el sol estaba
en su punto más alto, el cielo estaba azul sin que lo cubriera una nube, y la
avenida parecía una planicie sahárica por la que cruzaba uno que otro carro una
que otra vez. Se podía caminar por ella sin el peligro de morir atropellado así
se quisiera. La calle estrecha que nos lleva a la calle 68 también era un
corredor donde solo mi transporte pasaba y al llegar a Vivero, el centro
comercial, solo estaba siendo recorrido por alguna que otra alma con batería
baja que salió a hacer alguna compra atrasada.
Al tomar la Mutis, esta
se transitaba sin necesidad de adelantar al despistado para evitar algo del
trancón y tomar rápido la Cali. No, no era necesario eso, se recorría con
tranquilidad, como sabiendo que la calle es únicamente de uno, se tomaba la 26
sin ninguna preocupación y seguía así hasta el aeropuerto donde más de un taxi
esperaba la salida de pasajeros y turistas que llegan a visitar lo bello de
esta ciudad. De ahí la complejidad siguiente era la cien en Fontibón. Pero no
esta vez, esta vez era una vía ocupada en las aceras por unos pocos niños con
sus juguetes, bicicletas y ropas nuevas. Los asaderos, pollerías y restaurantes
se nutren de trasnochados que evadiendo la necesidad de hacer almuerzo ingresan
en estos locales para recargarse lo mejor que pueden. Los locales de ropa o de
chucherías, que suelen volver un caos la estrechez de la carrera desde la 22
hasta la 17, se encontraban cerrados en su mayoría y los pocos que estaban
abiertos se encontraban con un cliente
o solo con los empleados que son mortificados por un jefe que los pone a
trabajar más de lo útil en un día innecesario.
Y esas calles traen un
recuerdo lejano del caos y sensación de fastidio, de abandono de individualidad
y espacio personal a cambio de un afán, de una evasión constante de vendedores
ambulantes, de locales tetiados de gente hasta tomar la 13 para ver el puente
de la Cali que en épocas de trabajo está congestionado entre el polvo, el humo,
los carros, los camiones, las mulas, las bicicletas, el olor putrefacto del
caño y la carne del matadero. Pero todo eso, en este día caluroso de cielo azul
no está, simplemente es un día caluroso y azul por donde el SITP transita
libre, solo bajo el yugo de los semáforos que se aceleran a medida que el bus
se acelera. La entrada a Valladolid no es un caos por sus calles destapadas, la
biblioteca del Tintal está cerrada y su paradero desocupado, el centro
comercial poco habitado y la ciclas que por la ciclorruta formaban el trancón
más estúpido y estresante se encontraban guardadas en las casas de los
empleados que pasan su navidad enguayabados.
Al pasar a Patio Bonito
no hay colados, el Transmilenio y sus estaciones no están tetiadas, las puertas
no están abiertas y la gente no está acosada por llegar a sus casa. El azul
caluroso de Bogotá en un veinticinco no es un estrés constante sino una
sensación de cambio y renovación, un mar de asfalto tranquilo que no obedece a
su destrucción, la 86 vive lo mismo que la cien en Fontibón, unas aceras poco
habitadas. Y luego de ese recorrido, se llega a una casa que, silenciosa, no es
más que el resultado de una festividad acabada que tuvo su esplendor muchas
horas atrás y que ahora; en sus ollas, su loza sucia, sus botellas vacías, los
papeles rotos y árbol apagado no es más que un nuevo recuerdo en la memoria de
unos pocos.
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