domingo, 27 de enero de 2019

UN FRAGMENTO TEMPORAL Y ESPACIAL EN BOGOTÁ


UN FRAGMENTO TEMPORAL Y ESPACIAL EN BOGOTÁ
Por: Carlos J. Gutiérrez.

Hace poco el ilustrador Gusanillo de Tierra público en Instagram que pronto saldría a la venta su número seis de “Carajo” un comic autopublicado que contenía dos historias dibujadas por él. El lugar en el cual se realizaría por primera vez la venta iba a ser en chapinero, en la 17 con 68 después de la Caracas. Habíamos salido de Modelia y cogimos un SITP que tomó la Esperanza, la 68, la calle 63 desde el Simón Bolívar hasta la iglesia de Lourdes; nos bajamos y caminamos hacia el occidente para pasar la caracas voltear por la carrera 16 y llegar a la 17 con 68. En esa parte, pensé en lo parecida que eran esas calles a las del centro entre las calles 13 y 22, sus edificios sucios y en algunos casos llenos de mercancías por las ventanas, los institutos técnicos, los bares sospechosos, las calles llenas de basura y los locales tetiados de productos bajo una luz oscura con paredes añejadas.

Llegamos a lugar de la “Feria inaugural”, se realizó en una casa cuya puerta metálica y en rejas dejaba ver ocho stickers, algunos de ellos de Raiiz Grafika. La pared, también pintada de ese color metálico, en uno de sus lados tenía el cartel impreso a blanco y negro de la feria, una persona nos indicó que la feria se desarrollaba en el tercer piso. Un corredor largo, angosto y oscuro, nos llevó a un parqueadero improvisado de bicicletas y al lado de estas unas escaleras angostas que nos dirigieron al piso del evento. Eran tres espacios; en el primero se encontraba el colectivo Globoscopio atendido por Henry Díaz y que tenía para la venta a su famoso “Señor P.”, Dos Aldos, Partículas y estampas dibujadas por él mismo. En el segundo espacio nos encontramos con venta de stickers y peluches hechos al estilo de los de Mr. Fox, al lado de ellos nuestro famosísimo Gusanillo con sus comics autopublicados y patrocinando a una ilustradora paisa.

Con él fue mayor la charla, con él, esperamos a que nos firmara los comics comprados y preguntamos sobre su trabajo con el monje EMOK. En frente de él, estaba una máquina, una antigüedad hecha en hierro y que acompañaba a dos ilustradoras que exponían su trabajo realizado en litografía. Nos quedamos con una especie de mariposa-avión que tenía la leyenda “BON VOYAGE”. No fue lo único interesante que vimos, el grupo Raiiz grafika vendía un fanzine sobre los stickers del barrio Ricaurte, un poquito de historia gráfica bogotana en los que la burla y la identidad nos recuerdan que las calles nos hablan a cada momento. Estar visitando estos lugares tiene su aire de independencia, de rebeldía comercial, sus vestimentas, los jeans rotos, medias en malla, esqueletos estampados con algún símbolo o mensaje alterno, sus cabellos pintados por capas demostrando una feminidad transgresora y suelta. La feria era una rebeldía heredada del punk que encuentra en la ilustración un espacio temporal y físico efectivo para transmitir.

Lo anterior se reflejaba al extremo en uno de los ilustradores del tercer espacio que con su estética estilo Pussy Riot versión masculina: vestido completamente de negro, converse viejas y rotas; y con un pasamontañas que estaba bordeado con hilo rosado para formar un rostro que al mismo tiempo se ocultaba, sacaba a la luz sus productos. Era transgresor en su obra, pero también reflejaba pena y timidez; como si en algún momento sintiera que dibujaba algo grotesco, amoral o viciado. Su risa delataba un nerviosismo como el de un contrabandista al creer que puede ser atrapado, enjuiciado y encarcelado. Pero cómo no, si sus figuras influidas por series como “Rick and Morty” o “Hora de aventura” le permitieron dibujar a un calvo ahogándose en un lavamanos como si fuera el lunes de todo trabajador aburrido. Cómo no, si fue capaz de dibujar un fanzine sobre el kamasutra en el que la pareja demostrativa era el diablo y un Jesús crucificado. La genialidad en la transgresión siempre ha sido algo underground. Cuando lo vimos, una pareja se sorprendió por un dibujo que les realizó y dejaron para el recuerdo algunas fotos que subirán a Instagram, así como yo publicaré esta historia y las fotos que tomé.

Cuando salimos, caminamos hacia la Caracas y ahí, la mejor parte fue encontrarse una calle desconocida; fue descubrir una casa antigua, azul, que en su pared mantenía una placa que rezaba “CHICHERIA DEMENTE” ubicada el LA CONCEPCIÓN 69 con 15. ¿Qué pasaba con esa historia oculta, quién la manejaba, quién fundó esa chichería, cuanto de estos lugares ocultos en esta inmensa ciudad se pueden encontrar y de los cuales se puede hablar, narrar o escribir? Igual nos sucedió cuando en la Caracas, caminando hacia la 72, nos encontramos una puerta blanca pintada con letras en rojo, estrellas, perros, pájaros o gatos coronados por un gran ojo negro en la mitad y a sus lados dos hombres con los brazos abiertos.

Cuántas veces recorremos la ciudad buscando espacios significativos sin saber que estos solo se encuentran gracias a la casualidad. Recuerdo los que se han borrado, como el grafitti de un zorro en la 24 con 26. Los recuerdo porque eso suele suceder con la ciudad, que es una constante transformación, en donde todo se acaba más rápido de lo que empieza. Haber visitado “La feria inaugural” me recordó eso, me recordó que la vitalidad de la ciudad está en sus espacios subterráneos, en los lugares atrapados en el tiempo, en ese aroma a antiguo o el olor de la lignina de los libros viejos. No olvidemos que a Bogotá hay que recorrerla, hay que vivirla como se vive el amor por alguien. Porque así como una casa de fanzines, una placa en la pared de una casa, o una puerta escondida en una calle principal; los espacios bogotanos son inconclusos, incondicionales e impredecibles a nuestros ojos.

domingo, 20 de enero de 2019

LA SÁTIRA DE UN CLICHÉ


LA SÁTIRA DE UN CLICHÉ
POR: Carlos J. Gutiérrez.

La parte más penosa que se puede vivir cuando se sube a un SITP es que se pase la tarjeta verde por el panel y la voz sensual le diga de frente a todo el mundo –como aprovechando el papayaso para el bullyng- que tiene fondos insuficientes para pagar. Y luego, en un acto heroico vuelve a pasar la tarjeta  para que la misma voz le diga que realmente no tiene dinero, que no insista. Y muchos suelen soltar palabras o frases como: “perdón”, “aish, no recargué”, “pero si había recargado el pasaje”, “no puede ser, esta vaina no tiene pasajes”. Otros, sabiéndose culpables, se resignan a bajarse del trasporte para buscar el medio de obtener lo que no recargaron.

Y en las mañanas, temprano, cuando el día hasta ahora va a empezar; uno puede confiarse de las personas con chalecos verdes que están proliferando en los paraderos de la ciudad como una nueva forma de trabajo informal para cualquiera que no considera otra oportunidad. Confía porque se sabe que a las cinco de la mañana, cuando lo único abierto son los carritos ambulantes donde los taxista o particulares toman tinto para empezar o terminar su trabajo, ellos son la última esperanza para conseguir un pasaje o la primera opción para no mendigar a los demás pasajeros la ayuda de servirse de otra tarjeta. Uno puede hacer eso, uno puede saber qué se pide o se compra al otro, lo que no puede permitirse es a arriesgarse al bullyng de una máquina que le dice que no tiene ni un peso para el pasaje. Riámonos en compañía.

La verdad es que es una acción que parece adrede. No estoy diciendo que todo incauto no se toma la molestia de revisar su tarjeta o de olvidar recargar, eso a veces suele suceder; Pero en muchos casos, lo que parece inconsciente se muestra como un mecanismo de ahorro efectivo. Lo es por el simple hecho de que buscan que el conductor los deje pasar sin cobrar. Y tal vez, solo sea por eso que olvidan, dejan o no recargan la tarjeta del transporte. Tal comportamiento solo lo he visto efectivo en dos grupos de personas, el primero, en los de tercera edad que apoyados por su lastima suelen permitírseles ingresar sin pagar pasaje como antes se hacía en los buses cebolleros, o sea, por la puerta de atrás; y el otro, demostrando en cierta medida el machismo social en el que vivimos, dejan “colar” a las mujeres que vestidas de una u otra forma muestran un buen cuerpo. Y no digo que comparta eso como válido.

Todo eso representa la forma de un cliché que se apropia al estar subiendo y andando en un SITP donde, cuando no se pide a los mismos pasajeros, se consigue con los chalecos verdes o con los del el mercado ambulante. Subirse o andar por las calles no solo es un recorrido a ciegas, se encuentra uno con estas formas, con estas repeticiones, con esa lastima, esos ruegos, esa buena capacidad de colarse sin ser visto. Y todo esto surgió y lo escribo por la simple anécdota en la que un hombre y una mujer subieron al SITP 496 cerca a la Villavicencio con primera de mayo, el hombre pasó la tarjeta y no pudo ingresar, dejó que una mujer pasara y luego pasó por debajo de la registradora. El conductor le dijo que debían marcar ese pasaje y el hombre lo único que le supo decir es: “que no tengo la tarjeta”. Lo dijo como si tal frase fuera el mejor argumento, el más valido, el más convincente y con el cuál el conductor se llenaría de gracia divina, sonreiría y aceptaría las disculpas no dadas por dejarlo ingresar tan vilmente.

domingo, 6 de enero de 2019

¿CÓMO PUEDE OCURRIR QUE EL CERDO VEA EL CIELO?


¿CÓMO PUEDE OCURRIR QUE EL CERDO VEA EL CIELO?[1]
Por: Carlos J. Gutiérrez.

Los animales siempre han sido la mejor forma de representar nuestras virtudes, contrariedades y defectos. Son seres que en sí mismos parecen explicar mejor nuestra naturaleza al momento de hablar, hacer o pensar las cosas, son elementos poéticos que juzgan indirectamente la realidad en la que vivimos y que por tal motivo siempre han de ser usados. Para todas las cosas nos tildamos de animales, nos volvemos fieras, mansas palomas o perros fieles que simplemente sirven para mirarnos al espejo, no porque nos bajemos al estatus de esos seres sino porque los subimos a la cotidianidad en la que existimos. De todos, el que es más famoso para nosotros hoy en día es el cerdo y no porque los más viejos nos acordemos del puerquito valiente o los más jóvenes de Peppa pig, sino porque –como dijo hace poco matador- desde un meme o una caricatura hasta la expresión cultural de un pueblo que ama los carnavales, el cerdo se convirtió en el símbolo de nuestros males sociales.

Y al parecer nuestra realidad no está lejos de la universalidad humana que nos hace ser parte de este pobre mundo. Cuando nos acercamos a las diferentes mitologías nos damos cuenta que el cerdo simplemente es un ser que se desprecia, un ser que se mantiene al margen pero que nosotros en nuestra lamentable ignorancia lo convertimos en alguien a quien seguir, como si fuera el rector o sumo sacerdote de una misa negra en la cual somos auditorio y sacrifio para algún supremo escondido entre los matorrales. La verdad es que tal vez no existe peor animal que este; el cerdo, para los judíos, es un ser depravado cuya voracidad hace que se trague hasta a sus propias crías, así como un designado líder decide afectar a sus seguidores a partir de leyes o reformas que los afecta al punto de desaparecerlos ¿Hay algo más depravado que eso? Tal vez si, porque tal vez se pueda tomar como se toma para los hindús, un artefacto que sirve para limpiar la basura, así como el fiscal, el senado, el exprocurador y algunos otros han podido utilizarlo para quedar como santos inmaculados a los cuales solo hay que agradecer.

Pero tal vez seamos exagerados, tal vez nos extralimitemos con las formas en las cuales juzgamos a quien los pastusos hace poco le hicieron carrosas, tal vez solo deberíamos de tomarlo como los chinos toman a los cerdos, como alguien tonto, alguien que incapaz de ser coherente comete tantos errores que deja al mismo tiempo limpio a su progenitor político. Alguien tonto que es capaz de mandar saludes a los excolonizadores o decir erróneamente que unos, que en varias ocasiones se mantuvieron al margen y neutro frente a la campaña independista, fueron grandes colaboradores y la realidad es que, según Finol en su texto “Lecciones de historia al presidente Duque”, incluso en algún momento le prestaron ayuda a los realistas para vencer a los independentistas. Tal vez sea un tonto porque en vez de comportarse como un hombre de poder se comporta como un subordinado lleno de miedo.

En sí mismo, el cerdo es una imposibilidad para llegar al poder, es un ser al cual, según el refrán ruso, no se le puede dejar al país (tu propio negocio, tu tierra) porque está interesado directamente en el. Y no lo está para ayudarte, para apoyarte, para hacerte crecer; está interesado para poseerla, para quitártela, para ayudar a otros a pasar bajo el radar y no poder ser juzgados de una forma correcta. Lo anterior implica que al ser una imposibilidad y ser consciente de esto es necesario que deba disfrazarse, igual que un murraham o cerdo como le decían los árabes o los cristianos a los judíos que se convertían al cristianismo falsamente porque en la consciencia permanecían fieles a su fe judía. Y eso es lo que sucede en campaña, el cerdo era un disfraz con el cual convencía a las masas mientras escondía sus intenciones para poder ser elegido, aceptado y empoderado. Detrás de eso hay algo depravado, detrás de eso se esconde alguien ruin. Alguien que conoce muy bien el refrán que dice que si un cerdo tuviera alas podría volar, mas no implica que lo vaya a hacer.

¿Cómo puede ocurrir que el cerdo vea el cielo? Es una imposibilidad que un hombre simple, pequeño, sin aspiraciones mayores llegue a un cargo al cual solo los grandes, imponentes, ególatras (porque si, los malos también llegan a ese cargo) o narcisistas aspiran. Es una imposibilidad que un desconocido con un pensamiento tan ruin se corone y le pongan la cinta de regente. Por desgracia, esa imposibilidad del refrán ruso se volvió una realidad para nosotros no solo porque vio el cielo sino porque lo alcanzó. Se volvió una realidad porque tal vez es el artefacto con el cual limpia la basura su progenitor, porque tal vez gustamos de creer a todo aquel que es un murraham, porque tal vez, y solo tal vez, también somos igual de ruines.



[1] Refrán ruso.

miércoles, 2 de enero de 2019

UN DÍA AZUL CALUROSO EN BOGOTÁ


UN DÍA AZUL CALUROSO EN BOGOTÁ
Por: Carlos J. Gutiérrez

La ventaja de los 25 de diciembre es que la ciudad parece desocupada. En la mañana, las nueve es la madrugada de cualquier día, es el momento donde los locales están cerrados pues sus dueños están pasando el guayabo navideño de rigor. Bogotá, el veinticinco, es más un pueblo de pocos habitantes y de muchos muertos trasnochados. Lo que no cambia, así sea veinticinco, 1 de enero o semana santa es que le gusta, a medio día, tener el clima de Melgar, Flandes o la Dorada; y a esto, se le suma que a las familias les gusta seguir la tradición del asado en la calle, en la terraza o en el patio; se reúnen en torno de dos o tres que se encargan de asar la carne, el pollo, los chorizo y los chunchullos mientras que pasan el calor exorbitante con el frio de una cerveza. Una fría que haga pasar la sensación de estar ahogándose en ese azul caluroso de la ciudad.

Ese es el panorama que uno ve cuando sale un veinticinco, así como lo hice hace poco para dirigirme de la ochenta a la primera de mayo. Cuando tome el 927 desocupado, el sol estaba en su punto más alto, el cielo estaba azul sin que lo cubriera una nube, y la avenida parecía una planicie sahárica por la que cruzaba uno que otro carro una que otra vez. Se podía caminar por ella sin el peligro de morir atropellado así se quisiera. La calle estrecha que nos lleva a la calle 68 también era un corredor donde solo mi transporte pasaba y al llegar a Vivero, el centro comercial, solo estaba siendo recorrido por alguna que otra alma con batería baja que salió a hacer alguna compra atrasada.

Al tomar la Mutis, esta se transitaba sin necesidad de adelantar al despistado para evitar algo del trancón y tomar rápido la Cali. No, no era necesario eso, se recorría con tranquilidad, como sabiendo que la calle es únicamente de uno, se tomaba la 26 sin ninguna preocupación y seguía así hasta el aeropuerto donde más de un taxi esperaba la salida de pasajeros y turistas que llegan a visitar lo bello de esta ciudad. De ahí la complejidad siguiente era la cien en Fontibón. Pero no esta vez, esta vez era una vía ocupada en las aceras por unos pocos niños con sus juguetes, bicicletas y ropas nuevas. Los asaderos, pollerías y restaurantes se nutren de trasnochados que evadiendo la necesidad de hacer almuerzo ingresan en estos locales para recargarse lo mejor que pueden. Los locales de ropa o de chucherías, que suelen volver un caos la estrechez de la carrera desde la 22 hasta la 17, se encontraban cerrados en su mayoría y los pocos que estaban abiertos se encontraban con un cliente o solo con los empleados que son mortificados por un jefe que los pone a trabajar más de lo útil en un día innecesario.

Y esas calles traen un recuerdo lejano del caos y sensación de fastidio, de abandono de individualidad y espacio personal a cambio de un afán, de una evasión constante de vendedores ambulantes, de locales tetiados de gente hasta tomar la 13 para ver el puente de la Cali que en épocas de trabajo está congestionado entre el polvo, el humo, los carros, los camiones, las mulas, las bicicletas, el olor putrefacto del caño y la carne del matadero. Pero todo eso, en este día caluroso de cielo azul no está, simplemente es un día caluroso y azul por donde el SITP transita libre, solo bajo el yugo de los semáforos que se aceleran a medida que el bus se acelera. La entrada a Valladolid no es un caos por sus calles destapadas, la biblioteca del Tintal está cerrada y su paradero desocupado, el centro comercial poco habitado y la ciclas que por la ciclorruta formaban el trancón más estúpido y estresante se encontraban guardadas en las casas de los empleados que pasan su navidad enguayabados.

Al pasar a Patio Bonito no hay colados, el Transmilenio y sus estaciones no están tetiadas, las puertas no están abiertas y la gente no está acosada por llegar a sus casa. El azul caluroso de Bogotá en un veinticinco no es un estrés constante sino una sensación de cambio y renovación, un mar de asfalto tranquilo que no obedece a su destrucción, la 86 vive lo mismo que la cien en Fontibón, unas aceras poco habitadas. Y luego de ese recorrido, se llega a una casa que, silenciosa, no es más que el resultado de una festividad acabada que tuvo su esplendor muchas horas atrás y que ahora; en sus ollas, su loza sucia, sus botellas vacías, los papeles rotos y árbol apagado no es más que un nuevo recuerdo en la memoria de unos pocos.